MORATONES

Ya no volverán aquellas infinitas tardes de verano viviendo aventuras en el pueblo. Esos días en los que uno no paraba de meterse en líos junto a sus primos. Éramos unos pequeños salvajes disfrutando de la libertad que proporcionaba cambiar de la ciudad al campo durante unas semanas cada verano. Eran unas semanas de reunión con la familia y disfrutar del verano: jugábamos en el barro, montábamos las antiguas bicicletas de nuestros padres, rescatábamos animales, íbamos a bañarnos al río…

Guardo unos bonitos recuerdos de aquella época y gracias a ellos conservo unos lazos muy fuertes con toda la familia. Apenas nos vemos unas pocas veces al año pero cuando nos juntamos es casi como si el tiempo no hubiese pasado. Sin embargo, ahora veo a mis primos más pequeños, en la edad que yo debía tener por aquel entonces, que no se despegan de una pantalla, ya sea de un móvil, de una videoconsola o de un ordenador portátil. No saben qué es ir en bicicleta por la noche para ver estrellas fugaces o lo que es luchar con palos de madera a modo de espadas contra seres imaginarios. Y no es porque ellos o sus padres sean diferentes, sino porque el estilo de vida ha cambiado. Apenas quedan unos pocos habitantes en el pueblo, la casa familiar lleva varios años deshabitada… La vida es casi completamente urbanita. El ritmo de vida de las megalópolis reduce el contacto directo con la naturaleza a esporádicos viajes los fines de semana. La forma de pensar cambia y prefieren pasar el tiempo libre frente a una pantalla o en un centro comercial.

Quizás ahora, debido a la situación global que estamos sufriendo, se haya invertido ligeramente la tendencia del éxodo rural. Puede que alejarse de los grandes núcleos de población sea la oportunidad de reencontrar la felicidad basada en las cosas más sencillas. Hemos olvidado que para ser felices tenemos que vivir en el mundo, tropezarnos, hacernos heridas y mancharnos, en vez de verlo a través de la pantalla de nuestro ordenador.

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